"Golaaaaaaazoooooooo", grita el relator como si no le importara quedar disfónico al día siguiente, por una semana o por toda la vida. Celebra como si la felicidad dependiera de ese partido. El estadio Nacional de San José resulta el paraíso por un rato. De repente, los desconocidos parecen amigos de toda la vida. Y se abrazan. Joel Campbell acaba de marcar el tercer gol de Costa Rica frente a Estados Unidos, por las Eliminatorias para Brasil 2014. El delantero es moreno, nació en esa misma ciudad que ahora lo ovaciona, lleva el número 12 en la espalda y todos lo conocen por un apodo, La Joya. A los 21 años, juega para el Olympiakos de Grecia, cedido por el Arsenal inglés. Es la cara de una victoria clave para Los Ticos. Queda enterrado por sus compañeros en el grito compartido por todos. Al levantarse, sonríe. Sabe que cumplirá un sueño en breve: ser uno de los pocos futbolistas en haber disputado Mundiales de las tres categorías (ya jugó en Sub 17 y Sub 20). La escena sucedió en este setiembre, cuatro días antes del empate 1-1 frente a Jamaica, en Kingston, que garantizó el acceso de Costa Rica a su cuarta Copa del Mundo.
Hay otro personaje emblemático en el festejo. Y no es costarricense. Se llama Jorge Luis Pinto, nació en San Gil -Colombia- y, según dicen los especialistas, es uno de los entrenadores que más sabe sobre el fútbol de Centroamérica y el Caribe. Fue campeón en las cuatro Ligas en las que dirigió: Colombia, Perú, Costa Rica y Venezuela. Tiene un apodo que lo retrata: le dicen Explosivo. Y un aspecto que lo podría llevar al cine: si se dejara siempre el bigote, aprobaría cualquier casting para un western mexicano. Con él, La Sele se clasificó incluso antes de que las Eliminatorias de la Concacaf finalizaran. A su equipo le quedan dos partidos y Pinto ya anda buscando lugares para la concentración en la tierra de los pentacampeones. El, como casi nadie, entiende el significado que para los constarricenses tiene el seleccionado nacional. Lo aprendió en su primera experiencia, entre 2004 y 2005. Lo demuestra ahora, con su festejo entre abrazos.
El fútbol en Costa Rica resulta una cuestión central, un espacio de pertenencia que excede el campo de juego. Ahora, vía mail, el sociólogo Sergio Villena Fiengo -especialista en el tema- cuenta los detalles del significado de La Sele: "Costa Rica es un país que abolió el ejército en 1948 y que no tuvo guerra de la independencia como tal (aunque en 1856 tuvo que repeler a un filibustero norteamericano, William Walker, lo que convirtió a esta 'gesta' en un suerte de guerra de independencia). Por otro lado, Costa Rica definió como núcleo de la identidad nacional la idea de ser una sociedad pacífica y democrática. En ese marco, el futbol de selecciones masculinas mayores es un espacio ritual en el que de alguna manera se produce un 'retorno de lo bélico reprimido'. El discurso en torno a la selección está cargado de retórica belicista y épica, con elementos que resaltan la masculinidad/virilidad, así como la idea de 'conquista'. Este discurso, usual entre los medios de comunicación, también se constata en el discurso publicitario y en las manifestaciones de algunos aficionados, sin dejar de lado el propio equipo. Es significativo que en eliminatorias pasadas, se publicaran anuncios o se exhibieran mantas con la leyenda '¿Quién dijo que Costa Rica no tiene ejército?'. En resumen, la Sele parece ser imaginada, al menos por algunos, como un 'ejército sustituto'". El deporte rey en este territorio de América Central resulta frecuentemente un espejo de otras cosas.
En este país de poco menos de cinco millones de habitantes, una frase adjudicada a Albert Camus se transforma en verdad cada vez que La Sele juega: "Patria es la selección nacional de fútbol". El equipo representativo se fue transformando en un símbolo de defensa nacional, tal como lo sugiere también el escritor Juan Villoro en su libro Dios es redondo. Lo que sucedió tras la notable actuación en el Mundial de Italia, en 1990, es un testimonio al respecto. El entonces presidente Rafael Angel Calderón ofreció las siguientes palabras: "Hemos esperado más de 30 años para esto y nos han dado lo más maravilloso que ha ocurrido en la historia costarricense (...), lo más grande que nos ha dado Dios". No es realismo mágico; es el fútbol de Costa Rica en estado puro.
Sucedió aquella vez, de regreso de Italia, pero podría suceder en estos días o en cualquier momento. La escena es un encanto y una locura: el avión que trasladaba al seleccionado de los asombros, ese que en su estreno en una Copa del Mundo había accedido a los octavos de final, voló durante un puñado de horas a velocidad mínima por los 51.100 kilómetros cuadrados de territorio costarricense para recibir el cariño de cada uno de los ciudadanos a los que el orgullo no le cabía en el cuerpo, en el alma ni en ningún lado. En el mismo contexto, antes ya se había armado desde el Gobierno una Comisión de Recibimiento y se había decretado asueto. Se crearon carrozas para trasladar a los futbolistas al Estadio Nacional; fueron saludados por el Presidente, la Primera Dama y todos los ministros; las empresas privadas regalaban banderas con los colores patrios. La gente lloraba emociones en las calles. De aquellos días de hace dos décadas todavía se habla ahora que el equipo de ellos, de todos, imagina otro Mundial...
Este seleccionado que ahora es motivo de orgullo fue, durante cinco décadas, la historia de un crecimiento. En los 50, a La Sele se la conocía como Los Chaparritos de Oro. En los treinta años posteriores quedó presa de vaivenes. Un golpe y un espasmo glorioso y otro golpe. Apenas un par de aproximaciones la pusieron en la escena internacional: en los Juegos Olímpicos de Los Angeles 1984 -con la histórica victoria ante Italia, 1-0 con gol de Enrique Rivers- y la participación en el Mundial Sub 16 de China, en 1985. Eran días de búsquedas y de construcciones. Lo que sucedió pronto fue una consecuencia enorme y atractiva: un lustro después, Luis Gabelo Conejo atajaba como si fuera Superman y Juan Cayasso construía jugadas a la velocidad supersónica del Hombre Araña. Parecía magia, pero era realidad: así lo demostraron las posteriores presencias en Japón-Corea 2002 y en Alemania 2006. Más: en el Mundial Sub 20 de 2009, Costa Rica se posó a gusto en las semifinales (terminó cuarto detrás de tres escuelas de distintos continentes, Ghana, Brasil y Hungría).
Pero más allá del progreso visible, el fútbol representa muchas más cosas en Costa Rica. Es un modo de mostrarse en la región y en el mundo; un lugar en el que Los Ticos se pintan la cara para contarles a todos que esos colores son los de su bandera que nada sabe de guerras. El fútbol se interpreta como una manera de establecer contacto. La anécdota que sigue sucedió hace poco más de una década: en ocasión del Mundial Sub 17 de 2001, en Trinidad y Tobago. Los pibes de Costa Rica venían de derrotar 3-0 a Paraguay, en Malabar. El micro con el plantel iba rumbo a Puerto España, la capital. En el recorrido, varados, estaban dos periodistas argentinos procurando transporte. No habían aparecido gestos de generosidad hasta que los Ticos decidieron parar allí, en plena oscuridad, para auxiliar a los desconocidos. Preguntaron, invitaron, hablaron de Maradona, de Batistuta, también de los días inolvidables de 1990. Entre los costarricenses estaba el mismo Conejo que France Football había señalado como el mejor de la Copa del Mundo de Italia. "Ellos vienen con nosotros", dijeron los muchachos del seleccionado en el restorán del hotel para que los argentinos no se quedaran sin comida. El diálogo continuó más allá de la cena. Aquella sobremesa era otra demostración: Costa Rica -país de abrazos- latía de fútbol. Como ahora.
Texto publicado en Planeta Redondo, de Clarín.com